Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
(Mt 6, 1-6. 16-18)
La cuaresma nos invita a un repaso general de nuestra forma de vivir, a reorganizarnos en relación con Dios (oración), con los hermanos (limosna), con nosotros mismos (ayuno), a reavivar nuestra sensibilidad y nuestra libertad, dominando los propios caprichos o inclinaciones meramente instintivas. Y, naturalmente, sin que nada de ello quede viciado por motivos espurios. En lo más santo se puede infiltrar también el pecado, por ejemplo el de vanidad o de orgullo: actuando para que otros nos alaben o aplaudan. Sería un volver a las exterioridades, sin haber cambiado el corazón.
Todo esto ya lo hemos oído muchas veces. Llega el comienzo de la cuaresma y ya conocemos de memoria los textos bíblicos y su mensaje; eso es lo temible: conocer de memoria. Nada daña tanto la vida del creyente como la rutina, que a veces se traduce en indiferencia o insensibilidad, por “sabérselas todas”, “ser perro viejo”, “estar ya de vuelta”… Pero también los textos litúrgicos nos ponen en guardia frente a este peligro: “es el tiempo favorable, el día de la salvación, que no vaya a caer en saco roto…”. Pablo dice que son nada menos que Cristo y el Padre (aunque sea por medio del apóstol mismo) quienes nos dan este toque de atención. Que el Señor nos libre de tener, como lamentaba un profeta, orejas incircuncisas (Jer 6,10).